Reza un proverbio Tuareg: “Con el desierto ante ti no digas ¡qué silencio! Di... no oigo". Y cuanta verdad encierra, la mayoría de las veces el silencio más profundo encierra voces que sencillamente no escuchamos. Porque escuchar es sentir, es sensibilizarse con todo lo que nos rodea, bello o feo, bueno o malo; y la sensibilidad hacia las cosas, personas y sucesos no es igualarse, es entender, analizar, es hallar el sentido y origen de ellas.
La indiferencia, madre de la insensibilidad, es una enfermedad muy peligrosa, corroe el alma, mata al ser humano y deja salir a la fiera. Promueve al egoísmo, su hermano gemelo; y después ya no hay remedio. Así comenzamos a ceder, a plegarnos, a dejar pasar; y poco a poco somos cómplices de los más abominables crímenes, de las más perversas canalladas, de las más abyectas injusticias.
Por eso es esencial oír; y sobre todo, escuchar, estar atentos a esas voces ocultas que nos llaman desde cada mirada triste o vencida; al que tras la abatida sonrisa emite un grito desesperado; existen muchas, tantas señales que solo hace falta mirar y ver. Ten en cuenta que “lo esencial es lo que no se ve. El ojo duerme hasta que el espíritu lo despierta con una pregunta”