Por. Abel Rosales e Isabel Herrera (mi otro yo)
La magia del conejo tal vez radica en la pureza y la ingenuidad de su imagen. En el horóscopo chino simboliza la gracia, los buenos modales, el consejo sano, la bondad y la sensibilidad. Una persona nacida bajo este signo llevará una vida tranquila, generalmente en paz y en un ambiente armónico.
Ahora que comienza el año del conejo las leyendas que lo envuelven cobran inusitado interés. Ojala el mundo asumiera con profunda exactitud los valores del conejo. Crisis y guerras desatienden las verdaderas esencias espirituales que envuelven a este dulce animal.
En China el conejo de jade “Yu Tu” significa sacrificio. Según la leyenda tres hadas bajaron a la tierra y cambiaron su imagen para parecerse a tres pobres hambrientos. Se sentaron debajo de un árbol, en un cruce de caminos, y se pusieron a pedir algo de comer a cuantos pasaban por allí. Pasó un zorro, un mono y un conejo y a los tres pidieron. El zorro y el mono al poco tiempo regresaron con alimentos en sus manos, seguramente robados, pues son unos expertos en coger la comida ajena; pero el conejo regresó con las manos vacías y les dijo a las tres hadas disfrazadas de pobres: "No he encontrado nada para comer, así es que si tienen hambre, pueden cocinarme y comerme a mí." Las hadas admiradas por el gesto tan generoso del conejo le premiaron con poder vivir eternamente en el palacio de la luna y así se convirtió en el CONEJO DE JADE “YÙ TÙ”.
Para los japoneses el conejo es parte de su cultura tradicional. Las leyendas populares describen al conejo en la luna machacando arroz. Se cuenta que un viejo peregrino encontró un día un mono, un zorro y una liebre (en ocasiones se cambia el mono por un oso). El hombre, de avanzada edad, se encontraba agotado por su viaje lo cual le llevó a pedir a los tres animales, como favor, que le consiguiesen algo de comida. El mono se subió a un árbol y recogió jugosas frutas, el zorro con su gran habilidad para cazar atrapó un ave y la liebre, con gran pesar, volvió con las manos vacías. Al ver al viejo con la cara triste y cansada, se sintió culpable. Entonces recogió ramas y hojas secas, encendió una fogata y se lanzó dentro para ofrecerse a sí misma como alimento. El viejo, conmovido ante el trágico sacrificio del pobre animal, reveló su verdadera identidad. Era una deidad de gran poder que recogió los restos de la liebre y los enterró en la luna como monumento a su gesto solidario.
No son casuales los puntos coincidentes entre la historia china y la japonesa. En este último país muchas obras para niños incluyen al conejo como símbolo. El ejemplo más notorio es Sailor Moon, el nombre de la protagonista, Tsukino Usagi, representa literalmente al conejo de la luna. La historia del conejo también aparece en Saint Seiya. Igualmente, en Dragon Ball incluyen ese elemento, siendo Goku quien se encarga de llevar el conejo a la luna.
En nuestra querida Latinoamérica Los Mayas, que poblaron la extensa zona de Mesoamérica, territorio hoy comprendido por cinco estados del sureste de México y en América Central, por los territorios actuales de Belice, Guatemala, Honduras y El Salvador, con una historia de aproximadamente 3000 años, también reconocieron al apacible conejo. Según su antigua leyenda:
Quetzalcóatl (*), el dios grande y bueno, se fue a viajar una vez por el mundo con figura de hombre. Como había caminado todo un día, a la caída de la tarde se sintió fatigado y con hambre.
Pero todavía siguió caminando, hasta que las estrellas comenzaron a brillar y la luna se asomó a la ventana de los cielos. Entonces se sentó a la orilla del camino cuando vio a un conejito que había salido a cenar.
-¿Qué estás comiendo? -le preguntó.
-Estoy comiendo zacate (**). ¿Quieres un poco?
-Gracias, pero yo no como zacate.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Morirme tal vez de hambre y sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo:
-Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, cómeme, estoy aquí.
Entonces el dios acarició al conejito y le dijo:
- Tú no serás más que un conejito, pero todo el mundo, para siempre, se ha de acordar de ti.
Y lo levantó alto, muy alto, hasta la luna, donde quedó estampada la figura del conejo. Después el dios lo bajó a la tierra y le dijo: -Ahí tienes tu retrato en luz, para todos los hombres y para todos los tiempos.
Más allá de las distancias o el idioma el conejo permanece en la luna. El halo espiritual que lo envuelve mucho tiene que ver con este astro. En 2011 su figura se ajusta a los patrones y símbolos chinos por todas partes. El conejo es uno de los signos más afortunados en el horóscopo. Su paz y coherencia espiritual seguirán siendo el anhelo de millones de personas durante al año lunar que se estrena en China y el mundo.
(*) Quetzalcóatl: Serpiente emplumada. Deidad de las culturas de Mesoamérica.
(**) Zacate: Hierba, pasto, forraje. En México estropajo que se usa para fregar el cuerpo o la loza.
martes, 8 de marzo de 2011
lunes, 7 de marzo de 2011
Noche
Es medianoche de domingo y estamos solos tú, que tal vez leas lo que escribo, la música de “Midnight In The Garden Of Good And Evil” y yo.
La música es siempre una buena compañía, a mí me hace pensar en la pequeñez del ser humano y a la vez en su grandeza.
Si te pones a cavilar un poco, te darás cuenta de que el tiempo que dura la vida humana, es apenas un suspiro en la inmensidad del Universo conocido, sin embargo cuántas cosas bellas y terribles hemos sido capaces de crear. No quiero hablar de las terribles, en definitiva esas siempre tendrán un mal recuerdo. Las bellas, sin embargo perdurarán; y al igual que hoy nos interesamos por los innumerables misterios que todavía esconden los tiempos pretéritos, quienes nos sucedan disfrutarán al igual que yo del ritmo incomparable del Jazz, porque me gusta el Jazz clásico, el del sur de los Estados Unidos, el que nació entre los negros que, a pesar de la discriminación y los sufrimientos, fueron capaces de crear sonidos incomparables, de darle tanto sentimiento, de ponerlos a llorar, alegrarse y vivir en la música.
Pero no solo el Jazz es mi preferido, toda música capaz de tocarme el alma, va conmigo para siempre. Sucede lo mismo con la pintura, puede que me consideres tonta, pero a veces he llorado al contemplar algunas de ellas; no creo que padezca alguna enfermedad nerviosa, como una vez me dijo alguien a quien le escaseaban las neuronas, y a quien ni la música, ni la pintura, ni muchas otras cosas eran capaces de conmover. Sí, nunca faltan los que están tan cerca de la naturaleza que solo les hace falta dar un salto para volver al árbol y al gruñido ¡Qué hacer! El mundo es diverso y precisamente en su diversidad está su encanto.
Aquí estoy en mi isla personal, la de la música, la noche, la conversación conmigo, contigo. En la isla de la espera por el lunes y el regreso al mundo real, el de las pasiones altas y bajas, pero pasiones al fin. El mundo de la gente que corre, se agita, se entusiasma, que lucha, ambiciona, espera y se exige, sin detenerse a pensar que es apenas un punto en el infinito espacio del tiempo universal.
La música es siempre una buena compañía, a mí me hace pensar en la pequeñez del ser humano y a la vez en su grandeza.
Si te pones a cavilar un poco, te darás cuenta de que el tiempo que dura la vida humana, es apenas un suspiro en la inmensidad del Universo conocido, sin embargo cuántas cosas bellas y terribles hemos sido capaces de crear. No quiero hablar de las terribles, en definitiva esas siempre tendrán un mal recuerdo. Las bellas, sin embargo perdurarán; y al igual que hoy nos interesamos por los innumerables misterios que todavía esconden los tiempos pretéritos, quienes nos sucedan disfrutarán al igual que yo del ritmo incomparable del Jazz, porque me gusta el Jazz clásico, el del sur de los Estados Unidos, el que nació entre los negros que, a pesar de la discriminación y los sufrimientos, fueron capaces de crear sonidos incomparables, de darle tanto sentimiento, de ponerlos a llorar, alegrarse y vivir en la música.
Pero no solo el Jazz es mi preferido, toda música capaz de tocarme el alma, va conmigo para siempre. Sucede lo mismo con la pintura, puede que me consideres tonta, pero a veces he llorado al contemplar algunas de ellas; no creo que padezca alguna enfermedad nerviosa, como una vez me dijo alguien a quien le escaseaban las neuronas, y a quien ni la música, ni la pintura, ni muchas otras cosas eran capaces de conmover. Sí, nunca faltan los que están tan cerca de la naturaleza que solo les hace falta dar un salto para volver al árbol y al gruñido ¡Qué hacer! El mundo es diverso y precisamente en su diversidad está su encanto.
Aquí estoy en mi isla personal, la de la música, la noche, la conversación conmigo, contigo. En la isla de la espera por el lunes y el regreso al mundo real, el de las pasiones altas y bajas, pero pasiones al fin. El mundo de la gente que corre, se agita, se entusiasma, que lucha, ambiciona, espera y se exige, sin detenerse a pensar que es apenas un punto en el infinito espacio del tiempo universal.
martes, 1 de marzo de 2011
El Influjo de las Islas
Nuestra insularidad nos marca. Yo estoy marcada por generaciones de isleños y por el influjo de las islas.
Nueva Zelanda, de donde llegaron algunos de mis antepasados, es como esta donde vivo, una isla en un archipiélago. De otra reunión de islas vinieron otros que aportaron su poquitín de sangre a la mía. De Canarias llegaron, un buen o mal día ¡vaya usted a saber! Pero todos, los de uno u otro archipiélago, se enamoraron de este y aquí echaron raíces.
Porque vivir en una isla tiene su encanto…y también su desencanto. Vamos por partes: Por ejemplo como estamos en el medio del mar, (el mar que sea), a los isleños no se nos puede decir aquello de que “pasaba por aquí y llegué a saludar”, ¡no!, porque ¿a quién se le ocurriría tomar una embarcación para pasar por algún lugar, así como quien no quiere la cosa, para saludar? ¡Vamos! Que hay que estar muy chalado para eso! Con los isleños eso no sucede.
Otro de los traumas de los isleños, -de todos-, es la claustrofobia, porque, veamos, ¿que quieres alejarte de todo?, pues no, no puedes, porque una vez que andes cierta cantidad de kilómetros, eso de “poner tierra por medio”, se vuelve una metáfora, a determinadas distancias a la redonda, lo que encuentras es agua y más agua. ¡Acabáramos tíos! ¿Acaso no somos isleños? ¿Y de qué está rodeada una isla, sino de agua?
Y si tu espíritu aventurero te impulsa a viajar, ¡ahí si la tienes difícil!, porque no se trata de tomar el auto, alistar la caravana o subirte a un tren, no y mil veces no, porque además de los interminables trámites legales de que se ve rodeada tu posible aventura, tienes que pasar por el trauma de subirte a ¡un avión! o a un barco, requisito indispensable para cualquier salida al espacio exterior que debe cumplimentar un isleño.
Pero eso no es todo, porque a las islas, cual paraíso prometido, llegan a granel los “continentales”, esos que se cansaron de rodar por sus bien conectaditos países y decidieron que rodearse de agua, sentir la claustrofóbica sensación de la líquida frontera, es el Santo Grial de la aventura. Y en las islas los ves como crustáceos bien hervidos, paseando sus rosados rostros -y lo que no son sus rostros-, a veces preguntándote que: “¿cómo es posible que dada tu ascendencia, tu piel resulte mucho más morena que la suya?” Y tú te ríes, porque sabes que para lograrlo tuvieron que pasar muchos, muchísimos soles y mucho mar.
No hay nada como la nostalgia de un isleño, cuando estás lejos, es como si te apretaran el alma cada vez que piensas en tu islita, -sea la isla que sea-. ¡Y cuando piensas en sus costas, sus playas, su gente… ¡Ahí sí que no puedes aguantar el chaparrón de lagrimones! Porque no puedes concebir que hayan personas que despierten y no vean el mar desde sus ventanas y balcones, porque nuestra conexión con el azul que nos rodea, supera todo lo imaginable. En fin, que ser isleño es una de las mejores y de las peores cosas que te puede pasar, tú decides cuál de las dos.
Nueva Zelanda, de donde llegaron algunos de mis antepasados, es como esta donde vivo, una isla en un archipiélago. De otra reunión de islas vinieron otros que aportaron su poquitín de sangre a la mía. De Canarias llegaron, un buen o mal día ¡vaya usted a saber! Pero todos, los de uno u otro archipiélago, se enamoraron de este y aquí echaron raíces.
Porque vivir en una isla tiene su encanto…y también su desencanto. Vamos por partes: Por ejemplo como estamos en el medio del mar, (el mar que sea), a los isleños no se nos puede decir aquello de que “pasaba por aquí y llegué a saludar”, ¡no!, porque ¿a quién se le ocurriría tomar una embarcación para pasar por algún lugar, así como quien no quiere la cosa, para saludar? ¡Vamos! Que hay que estar muy chalado para eso! Con los isleños eso no sucede.
Otro de los traumas de los isleños, -de todos-, es la claustrofobia, porque, veamos, ¿que quieres alejarte de todo?, pues no, no puedes, porque una vez que andes cierta cantidad de kilómetros, eso de “poner tierra por medio”, se vuelve una metáfora, a determinadas distancias a la redonda, lo que encuentras es agua y más agua. ¡Acabáramos tíos! ¿Acaso no somos isleños? ¿Y de qué está rodeada una isla, sino de agua?
Y si tu espíritu aventurero te impulsa a viajar, ¡ahí si la tienes difícil!, porque no se trata de tomar el auto, alistar la caravana o subirte a un tren, no y mil veces no, porque además de los interminables trámites legales de que se ve rodeada tu posible aventura, tienes que pasar por el trauma de subirte a ¡un avión! o a un barco, requisito indispensable para cualquier salida al espacio exterior que debe cumplimentar un isleño.
Pero eso no es todo, porque a las islas, cual paraíso prometido, llegan a granel los “continentales”, esos que se cansaron de rodar por sus bien conectaditos países y decidieron que rodearse de agua, sentir la claustrofóbica sensación de la líquida frontera, es el Santo Grial de la aventura. Y en las islas los ves como crustáceos bien hervidos, paseando sus rosados rostros -y lo que no son sus rostros-, a veces preguntándote que: “¿cómo es posible que dada tu ascendencia, tu piel resulte mucho más morena que la suya?” Y tú te ríes, porque sabes que para lograrlo tuvieron que pasar muchos, muchísimos soles y mucho mar.
No hay nada como la nostalgia de un isleño, cuando estás lejos, es como si te apretaran el alma cada vez que piensas en tu islita, -sea la isla que sea-. ¡Y cuando piensas en sus costas, sus playas, su gente… ¡Ahí sí que no puedes aguantar el chaparrón de lagrimones! Porque no puedes concebir que hayan personas que despierten y no vean el mar desde sus ventanas y balcones, porque nuestra conexión con el azul que nos rodea, supera todo lo imaginable. En fin, que ser isleño es una de las mejores y de las peores cosas que te puede pasar, tú decides cuál de las dos.
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