Nuestra insularidad nos marca. Yo estoy marcada por generaciones de isleños y por el influjo de las islas.
Nueva Zelanda, de donde llegaron algunos de mis antepasados, es como esta donde vivo, una isla en un archipiélago. De otra reunión de islas vinieron otros que aportaron su poquitín de sangre a la mía. De Canarias llegaron, un buen o mal día ¡vaya usted a saber! Pero todos, los de uno u otro archipiélago, se enamoraron de este y aquí echaron raíces.
Porque vivir en una isla tiene su encanto…y también su desencanto. Vamos por partes: Por ejemplo como estamos en el medio del mar, (el mar que sea), a los isleños no se nos puede decir aquello de que “pasaba por aquí y llegué a saludar”, ¡no!, porque ¿a quién se le ocurriría tomar una embarcación para pasar por algún lugar, así como quien no quiere la cosa, para saludar? ¡Vamos! Que hay que estar muy chalado para eso! Con los isleños eso no sucede.
Otro de los traumas de los isleños, -de todos-, es la claustrofobia, porque, veamos, ¿que quieres alejarte de todo?, pues no, no puedes, porque una vez que andes cierta cantidad de kilómetros, eso de “poner tierra por medio”, se vuelve una metáfora, a determinadas distancias a la redonda, lo que encuentras es agua y más agua. ¡Acabáramos tíos! ¿Acaso no somos isleños? ¿Y de qué está rodeada una isla, sino de agua?
Y si tu espíritu aventurero te impulsa a viajar, ¡ahí si la tienes difícil!, porque no se trata de tomar el auto, alistar la caravana o subirte a un tren, no y mil veces no, porque además de los interminables trámites legales de que se ve rodeada tu posible aventura, tienes que pasar por el trauma de subirte a ¡un avión! o a un barco, requisito indispensable para cualquier salida al espacio exterior que debe cumplimentar un isleño.
Pero eso no es todo, porque a las islas, cual paraíso prometido, llegan a granel los “continentales”, esos que se cansaron de rodar por sus bien conectaditos países y decidieron que rodearse de agua, sentir la claustrofóbica sensación de la líquida frontera, es el Santo Grial de la aventura. Y en las islas los ves como crustáceos bien hervidos, paseando sus rosados rostros -y lo que no son sus rostros-, a veces preguntándote que: “¿cómo es posible que dada tu ascendencia, tu piel resulte mucho más morena que la suya?” Y tú te ríes, porque sabes que para lograrlo tuvieron que pasar muchos, muchísimos soles y mucho mar.
No hay nada como la nostalgia de un isleño, cuando estás lejos, es como si te apretaran el alma cada vez que piensas en tu islita, -sea la isla que sea-. ¡Y cuando piensas en sus costas, sus playas, su gente… ¡Ahí sí que no puedes aguantar el chaparrón de lagrimones! Porque no puedes concebir que hayan personas que despierten y no vean el mar desde sus ventanas y balcones, porque nuestra conexión con el azul que nos rodea, supera todo lo imaginable. En fin, que ser isleño es una de las mejores y de las peores cosas que te puede pasar, tú decides cuál de las dos.
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